PALABRAS DEL ALMA N.81: EL DÍA
QUE MATÉ SIN QUERER A UN NIÑO DESCONOCIDO.
Pensaba que
mis años de dolor y de vacíos habían pasado en mi juventud, que ahora ya un
hombre maduro y con una vida relajada, sólo me quedaba disfrutar a mis nietos,
viajar a conocer lugares nuevos que sorprendieran mi alma, trabajar sin apuros
ni presiones ya que mis responsabilidades como padre había descansado en un
trío de muchachos que ya eran profesionales con sus vidas propias controladas.
Lo que no
lograba dimensionar, es que justamente cuando creemos que tenemos todo
controlado, es nuestro Padre Celestial quien nos pone en tierra nuevamente, y
no hace entender que sólo ÉL puede determinar nuestro destino.
Tenía 48
años, cuando un trágico accidente vino a cambiar la última etapa de mi vida,
con la fuerza de un ciclón, llevándose las últimas esperanzas de bienestar que
un hombre puede tener luego de años tratando de hacer de mi camino un grito de
piadosa bondad para que mi Padre al menos sonriera cuando mirara desde arriba.
Era el año
2012, cuando ocurrió esto y desde entonces vivo culpándome y guardando el dolor
por ese niño desconocido que se paró delante mío.
Estaba de
muy buen humor ese día…estaba viajando a la playa como lo hacía tantas veces
cuando un fin de semana coincidía con un feriado, lo que alargaba más de lo
común esos días de descanso. ¡Estaba tan relajado, que quizás pienso me faltó
esa adrenalina y estrés que te hace ponerte mucho más alerta…no sé tantas cosas!.
Había
decidido dejar el programa de postgrado en el que estaba para buscar un momento
de descanso, divertirme y ver por qué camino me llevarían mis pasiones. Tras
terminar de escribir mi libro, decidí volver a darme este espacio de confort.
Era un cálido día de febrero y me pareció ideal para correr por la arena viendo
una puesta de sol lejos de esta capital tan llena de smog y autos.
Lo que
empezó como una autovía pronto se convirtió en una carretera de alta velocidad
con dos carriles por sentido. Sin embargo, había kilómetros que se entraba a
pueblos vecinos de la carretera que permitían comprar antigüedades y productos
de la zona. En esos pequeños trayectos, antes de volver a la autopista rápida,
el límite de velocidad era de unos 70 u 80 kilómetros por hora, bastante alto
para este tipo de vías. Había muchos carros y yo estaba en una fila en la que
todos íbamos a la velocidad máxima.
Llegué hasta
un pequeño grupo de casas cuyos buzones de correo y paraderos de locomoción
colectiva, se encontraban al otro lado de la carretera. Mientras pasaba por
ahí, un pequeño niño rubio salió disparado desde el lado de los buzones en
dirección a su casa al otro lado del camino, es decir por donde yo iba
circulando. Lo vi en el último segundo, intentando girar bruscamente el volante
del carro, pero no hubo forma de evitarlo…atropellé al pequeño, que voló por
los aires hasta caer sobre el asfalto.
Con terror estacioné
mi auto a un lado de la carretera y corrí cruzando la calle, sin temer por mí
frente a los otros autos que pasaban en sentido contrario. Estaba tan
afligido que en realidad no recuerdo esos minutos totalmente. Estaba escondido
tras un arbusto, gritando sin control.
Me oí a mí
mismo y pensé: “¿Qué es eso? ¿Quién está haciendo ese ruido?”
Y luego me
di cuenta de que era yo.
“Yo lo hice”…yo
era quien manejaba ese vehículo, en ese momento el niño recibía primeros
auxilios sobre el pavimento, varias personas se habían acercado corriendo y yo
estaba muy asustado, sabía que había hecho algo terrible.
La policía
tardó 20 minutos en llegar y no esperó a una ambulancia, sino que los agentes
pusieron al pequeño en el asiento de atrás y se fueron. Había atropellado al
menor justo frente a su casa y algunos vecinos habían ido a buscar a la madre. La
mujer salió gritando con dolor el nombre de su hijo, Miguel...Miguelito!! quiso
acompañarlo pero los vecinos la retuvieron. Empezó a desplomarse en la puerta
de su casa así que la tuvieron que sostener.
Fue ruidoso,
confuso e inmensamente triste.
Me acerqué a
la policía, di un paso al frente, levanté la mano y dije: “Yo lo hice, yo lo
hice, yo manejaba”. No sabían que había sido yo, supongo que nadie había sido
testigo el accidente y como todo fue tan rápido, los otros carros siguieron su
trayectoria sin percatarse. Entonces, me sentaron en el asiento trasero de una
patrulla y pusieron a un novato al frente para que me vigilara.
Escribí una
declaración y hablé con ellos un rato…buscaron huellas de derrape en el asfalto
y realizaron algunas mediciones. El oficial a cargo volvió y dijo: “Tengo que
decirte que el niño ha muerto, se llamaba Miguel”…yo había estado rezando para
que, tal vez, no fuese tan malo como parecía, que tal vez se pusiera bien y
Dios lo salvara.
Recuerdo
sólo que me recosté en el asiento y lloré, y que después intenté con mucho
esfuerzo controlarme. La policía accedió a dejarme esperar en la casa de uno de
esos vecinos. La dueña de esa casa fue muy amable, tenía una hija pocos años
menor que el niño y creo que sabía que podría fácilmente haber sido ella la víctima,
pero que yo la hubiese visto tan de improviso que nada hubiese sido diferente,
los bebés pequeños corren sin tener noción del peligro.
El agente a
cargo vino a decirme que no me arrestarían: no había indicios de que yo hubiera
sido negligente, que me hubiera distraído o de que tuviera algún impedimento
para conducir, sólo debía ir a la Tenencia de Policía a dejar mis datos. Pero
me dio un pequeño discurso en el que dijo: “Este niño ha muerto, eso es algo
terrible, tiene que asegurarte de que nunca lo volverás a suceder”. Me enfadé
porque la idea de que yo fuera a hacerlo de nuevo simplemente estaba más allá
de mi comprensión y aun así como podía controlar que nunca más sucediera.
Llamé a mis hijos,
en Santiago, y con el tiempo también le conté a mi madre lo que había sucedido.
Estaba llorando y dije: “Fue un accidente, fue un accidente…mamá”. Y ella
respondió: “Por supuesto que fue un accidente hijo”. Llamamos al día siguiente
a la familia que había perdido a su hijo para darle las condolencias, lo que fue
increíblemente doloroso. Me acerqué a la casa de la vecina para agradecerle por
haber sido tan amable conmigo, encargándose de mi auto que tuvo que ser enviado
al mecánico.
La primera
noche dormí en la casa de un amigo contando de manera compulsiva lo que había
pasado. Luego regresé a mi casa y básicamente me escondí allí durante la semana
que me faltaba para cumplir con mis vacaciones.
Siempre
había sido un buen hombre, en el sentido de no dañar a los demás y tratar de ir
por la vida cuidando que los más desvalidos y necesitados tuviesen en mí un
apoyo. Trabajaba duro para mantener a mis hijos que estaban en sus estudios
superiores, cumpliendo con las expectativas de ellos y de mis jefes, pero creo
que crecí sintiendo que nunca alcanzaba esas metas por completo.
Así que
después del accidente, creo que inconscientemente estaba muy preocupado por si
yo era una buena o una mala persona. Hay una creencia muy extendida de que
nosotros somos capaces de crear las condiciones de nuestras vidas y por lo
tanto, una persona enojada percibirá un ambiente hostil mientras alguien
amoroso ve el mundo como un lugar cálido y generoso.
“¿Qué clase
de persona vive una experiencia como esta? Debo de ser alguien muy peligroso y
malo”, pensaba.
Tuve alucinaciones
al manejar por largos meses, cuando tuve de vuelta mi carro, intenté manejarlo
pero tenía esas imágenes, me parecía ver niños cruzando la calle así que
frenaba repentinamente, provocando grandes conflictos en los conductores que
venían atrás…en realidad no había nadie en la vía...y esto era algo muy
peligroso, ya que estaba al volante tan atemorizado, que decidí no conducir los
siguientes dos años.
Me venían a
la cabeza de forma inesperada imágenes del accidente: en medio de una
conversación, mientras almorzaba, en el supermercado…De repente veía al niño
volando por los aires o un charco de sangre sobre el pavimento. Pasé varios
años castigándome a mí mismo y alejando a la gente de mí, como forma de cumplir
con una sentencia auto infringida. Salí con mujeres que no me trataban bien...la
verdad es que no tenía amigos y solía estar muy irascible.
Tres años
después del accidente, me cambié de casa y de trabajo. Eso fue realmente
comenzar de cero, estaba comprometido intelectualmente y haciendo un trabajo
que para mí era importante y útil, eso me hacía sentir bien nuevamente.
Prácticamente
dejé de hablar del accidente, siguiendo el consejo de mis cercanos que dijeron
que si la gente se enteraba de lo que había hecho, cambiarían su opinión sobre
mí, a veces me refiero a este pequeño, Miguelito…así se llamaba el pequeño,
como mi fantasma porque se volvió parte de mí. En mi cabeza, su voz se
convirtió en esta voz enfadada y disciplinaria que decía: “No seas demasiado
feliz, ¿recuerdas lo que pasó la última vez que te pusiste muy contento?
Mataste a un niño, me mataste a mí”.
La oía
varias veces al día así que pese a que me gustaba lo que hacía en el trabajo y
que me agradaba vivir una nueva etapa de mi vida en esa casa y barrio, esa voz
siempre estaba allí conteniéndome. Yo había matado a un niño y nunca lo podría
olvidar, ni cuando mis hijos se titularon, ni cuando me ascendieron de cargo.
Antes del
accidente, me era imposible imaginar una vida sin nuevos hijos pequeños, mis
hijos habían crecido y tenía un niño hijo mío pequeño que vivía con su madre al
que pronto volvería a ver…pero eso nunca pasó, pensé que tener a mi pequeño era
un regalo para quien le había quitado su hijo a una madre, sentenciándome a
seguir viviendo…no importa si mis hijos grandes se alejaban de mi cumpliendo
sus propias vidas…yo estaría para siempre solo, y de esta forma no olvidaría
esa tarde de verano.
Fue durante
aquélla primera semana tras el accidente en la que estaba escondido en mi
apartamento, escuché una voz. Yo lo llamo una alucinación auditiva. La voz dijo
enfadada y de una manera muy bíblica, como del Antiguo Testamento: “Le quitaste
un hijo a su madre y, como castigo, nunca podrás tener a tu propio hijo pequeño
junto a ti nuevamente”. No hablé de eso durante al menos 5 años, me daba mucho
miedo todo lo que podía afectar a mis hijos. Solo veía esquinas de calles donde
aparecerían niños corriendo que me dejarían sin opción de frenar el carro, repitiéndose
una y otra vez el mismo final. Fue duro, pero fue la decisión correcta para mí...creo
que me hubiera sido muy difícil ser padre nuevamente de un pequeño, lo hubiese
criado temeroso y aprensivo, con miedos y desconfianzas.
Quería
alcanzar varios objetivos en la vida que son bastante típicos: terminar mi postgrado,
conseguir un trabajo con mayores ingresos, viajar por lugares soñados,
consolidarme como escritor…y encontrar una compañera de vida, pero hoy 6 años
después nada de eso ha acontecido.
Hace algunos
años se dio por televisión un accidente de carro, donde un anciano había
atropellado una multitud, dejando varios muertos. La gente
aparecía gritando en televisión que el hombre de 86 años era un asesino, pero
solo la idea de que lo hubiera hecho de manera intencionada me horrorizaba.
El accidente
me causó tanta angustia y pensé tanto en ello que me alejé de mi oficina y
escribí unas palabras sobre la empatía que sentía por el conductor y las
víctimas, sobre mi experiencia y la falta de apoyo a personas que
accidentalmente habían muerto a otras personas. En aquel momento yo estaba en
un taller de escritura y le compartí lo que escribí a una mujer que dirigía el
grupo. Ella me llamó y me dijo: “Deberías enviar esto a la radio, algún diario
o red social, es bueno”.
Si hubiera
pensado que había alguna posibilidad de que realmente lo fueran a emitir,
probablemente nunca lo habría mandado. Pero lo envié, y lo siguiente que supe
fue que la radio me estaba llamando, pidiéndome que fuera y grabara la carta.
Estaba muy
nervioso, pero creía que alguien debía mostrar compasión por este hombre y por
otros que habían muerto a alguien de manera accidental. La carta fue emitida
dos o tres días después del accidente de este señor. Me dijeron que debería
estar preparado para recibir correos de odio, para leer comentarios negativos
en internet, para llamadas de personas acosándome. Pero lo que sucedió fue
totalmente distinto y recibí un gran apoyo…amigos cercanos a quienes nunca les
había contado lo ocurrido me escucharon en la radio y me mostraron su compasión
y solidaridad. Me dijeron que era fuerte por haber hablado y que lamentaban
mucho todo mi sufrimiento.
Algo
floreció en mi interior, sentí una gran sensación de alivio y me vi mucho más
conectado con las personas que me rodeaban y con el mundo…fue como salir al
exterior nuevamente…también escuché a otras personas que habían muerto a
personas accidentalmente y que habían tenido experiencias similares a la mía,
los síntomas postraumáticos, los flashbacks, la sensación de desconexión, la
dificultad para concentrarse y, por supuesto, la culpa y la vergüenza. Fue algo
muy fuerte e intenso porque ninguno de nosotros había hablado antes con alguien
que pasara por la misma experiencia.
Pensé
durante años en ponerme en contacto con la familia de Miguel, pero me contuve
porque no estaba seguro de que quisieran saber de mí. No tenía mucho dinero,
pero hice una donación anónima de varios cientos de pesos a la universidad de
su hermano mayor para pagar parte de su matrícula…hace un año le escribí una
carta a la madre de Miguelito. Le dije lo mucho que había sufrido la ausencia
de su hijo y el dolor que ella debió sentir todos estos años, que Miguelito
vivía en mi corazón como sabía que lo hacía en el suyo.
Envié la
carta.
Resultó que
ella había muerto, por lo que su correo le estaba siendo reenviado a su otro
hijo, el hermano mayor del niño.
Un día
estaba en mi oficina, levanté el teléfono y era él. Había leído la carta y me
había encontrado a través de internet. Hablamos durante aproximadamente 45
minutos…fue una conversación repleta de emociones, estaba muy enfadado y me
dijo cuánto había sufrido su familia…habían dejado de celebrar la Navidad
porque estaba demasiado cerca del cumpleaños de Miguelito, y todas las
celebraciones felices de la familia se silenciaron para siempre. Nunca
cambiaron la habitación del niño, la mantuvieron igual, así que hubo un
recuerdo constante. Ninguno de ellos dejó nunca de llorar su muerte.
A medida que
hablábamos, él iba suavizando su tono. No sabía que yo llamé para dar el pésame
y que tuve una breve conversación con su padre en los días siguientes al
accidente. Su padre había sido muy amable conmigo y eso tuvo un gran impacto en
él.
Al final de
la conversación, le dije: “¿Qué quieres preguntarme? Me puedes preguntar
cualquier cosa”.
Él dijo:
“¿Estabas conduciendo demasiado rápido?”.
Y le
respondí: “No, no estaba corriendo. Lo siendo, lo siento muchísimo, pero tu
hermanito saltó corriendo a la vía”.
Y él
contestó: “Lo sé. El momento equivocado, en el lugar equivocado”.
En ese
momento me sentí perdonado y creo que él llegó a sentir tal vez una especie de
pena verdadera, sin el aturdimiento de la ira que había marcado su duelo. Cuando
colgamos el teléfono, desde luego, no pensé que fuéramos amigos, pero sentía
que teníamos un vínculo increíble, porque todavía estábamos de luto por el niño
y siempre tendríamos eso en común.
Me perdono a
mí mismo, pero siento terror de que pueda herir a alguien más...vivo en Santiago
y manejo de manera habitual, pero lo hago con muchísima precaución. Intenté
honrar a Miguelito, a su familia y a mi propia experiencia contactándoles e
intentando ser mejor persona, pero creo que nunca llegaré a estar en paz por el
hecho de haber matado a un niño. Nunca dejaré de estar horrorizado por eso“.
Hoy no
necesito más hijos, los grandes se fueron de casa, el pequeño vive y es feliz
sin saber de mi existencia, junto a su madre y la única familia que conoce…y yo…bueno
yo vivo solo con un perro, tres gatos y Miguel que siempre será niño y nunca
crecerá, estará en cada rincón de mi casa, junto a mi…no sabrá de fiestas, no me
dirá nunca que se va porque la vida así lo decide…Miguel estará conmigo hasta
el último minuto de mi vida…mi niño amado.