lunes, 7 de mayo de 2018



PALABRAS DEL ALMA N.81: EL DÍA QUE MATÉ SIN QUERER A UN NIÑO DESCONOCIDO.

Pensaba que mis años de dolor y de vacíos habían pasado en mi juventud, que ahora ya un hombre maduro y con una vida relajada, sólo me quedaba disfrutar a mis nietos, viajar a conocer lugares nuevos que sorprendieran mi alma, trabajar sin apuros ni presiones ya que mis responsabilidades como padre había descansado en un trío de muchachos que ya eran profesionales con sus vidas propias controladas.

Lo que no lograba dimensionar, es que justamente cuando creemos que tenemos todo controlado, es nuestro Padre Celestial quien nos pone en tierra nuevamente, y no hace entender que sólo ÉL puede determinar nuestro destino.

Tenía 48 años, cuando un trágico accidente vino a cambiar la última etapa de mi vida, con la fuerza de un ciclón, llevándose las últimas esperanzas de bienestar que un hombre puede tener luego de años tratando de hacer de mi camino un grito de piadosa bondad para que mi Padre al menos sonriera cuando mirara desde arriba.

Era el año 2012, cuando ocurrió esto y desde entonces vivo culpándome y guardando el dolor por ese niño desconocido que se paró delante mío.

Estaba de muy buen humor ese día…estaba viajando a la playa como lo hacía tantas veces cuando un fin de semana coincidía con un feriado, lo que alargaba más de lo común esos días de descanso. ¡Estaba tan relajado, que quizás pienso me faltó esa adrenalina y estrés que te hace ponerte mucho más alerta…no sé tantas cosas!.

Había decidido dejar el programa de postgrado en el que estaba para buscar un momento de descanso, divertirme y ver por qué camino me llevarían mis pasiones. Tras terminar de escribir mi libro, decidí volver a darme este espacio de confort. Era un cálido día de febrero y me pareció ideal para correr por la arena viendo una puesta de sol lejos de esta capital tan llena de smog y autos.

Lo que empezó como una autovía pronto se convirtió en una carretera de alta velocidad con dos carriles por sentido. Sin embargo, había kilómetros que se entraba a pueblos vecinos de la carretera que permitían comprar antigüedades y productos de la zona. En esos pequeños trayectos, antes de volver a la autopista rápida, el límite de velocidad era de unos 70 u 80 kilómetros por hora, bastante alto para este tipo de vías. Había muchos carros y yo estaba en una fila en la que todos íbamos a la velocidad máxima.

Llegué hasta un pequeño grupo de casas cuyos buzones de correo y paraderos de locomoción colectiva, se encontraban al otro lado de la carretera. Mientras pasaba por ahí, un pequeño niño rubio salió disparado desde el lado de los buzones en dirección a su casa al otro lado del camino, es decir por donde yo iba circulando. Lo vi en el último segundo, intentando girar bruscamente el volante del carro, pero no hubo forma de evitarlo…atropellé al pequeño, que voló por los aires hasta caer sobre el asfalto.

Con terror estacioné mi auto a un lado de la carretera y corrí cruzando la calle, sin temer por mí frente a los otros autos que pasaban en sentido contrario. Estaba tan afligido que en realidad no recuerdo esos minutos totalmente. Estaba escondido tras un arbusto, gritando sin control.

Me oí a mí mismo y pensé: “¿Qué es eso? ¿Quién está haciendo ese ruido?”
Y luego me di cuenta de que era yo.
“Yo lo hice”…yo era quien manejaba ese vehículo, en ese momento el niño recibía primeros auxilios sobre el pavimento, varias personas se habían acercado corriendo y yo estaba muy asustado, sabía que había hecho algo terrible.

La policía tardó 20 minutos en llegar y no esperó a una ambulancia, sino que los agentes pusieron al pequeño en el asiento de atrás y se fueron. Había atropellado al menor justo frente a su casa y algunos vecinos habían ido a buscar a la madre. La mujer salió gritando con dolor el nombre de su hijo, Miguel...Miguelito!! quiso acompañarlo pero los vecinos la retuvieron. Empezó a desplomarse en la puerta de su casa así que la tuvieron que sostener.

Fue ruidoso, confuso e inmensamente triste.
Me acerqué a la policía, di un paso al frente, levanté la mano y dije: “Yo lo hice, yo lo hice, yo manejaba”. No sabían que había sido yo, supongo que nadie había sido testigo el accidente y como todo fue tan rápido, los otros carros siguieron su trayectoria sin percatarse. Entonces, me sentaron en el asiento trasero de una patrulla y pusieron a un novato al frente para que me vigilara.

Escribí una declaración y hablé con ellos un rato…buscaron huellas de derrape en el asfalto y realizaron algunas mediciones. El oficial a cargo volvió y dijo: “Tengo que decirte que el niño ha muerto, se llamaba Miguel”…yo había estado rezando para que, tal vez, no fuese tan malo como parecía, que tal vez se pusiera bien y Dios lo salvara.

Recuerdo sólo que me recosté en el asiento y lloré, y que después intenté con mucho esfuerzo controlarme. La policía accedió a dejarme esperar en la casa de uno de esos vecinos. La dueña de esa casa fue muy amable, tenía una hija pocos años menor que el niño y creo que sabía que podría fácilmente haber sido ella la víctima, pero que yo la hubiese visto tan de improviso que nada hubiese sido diferente, los bebés pequeños corren sin tener noción del peligro.

El agente a cargo vino a decirme que no me arrestarían: no había indicios de que yo hubiera sido negligente, que me hubiera distraído o de que tuviera algún impedimento para conducir, sólo debía ir a la Tenencia de Policía a dejar mis datos. Pero me dio un pequeño discurso en el que dijo: “Este niño ha muerto, eso es algo terrible, tiene que asegurarte de que nunca lo volverás a suceder”. Me enfadé porque la idea de que yo fuera a hacerlo de nuevo simplemente estaba más allá de mi comprensión y aun así como podía controlar que nunca más sucediera.

Llamé a mis hijos, en Santiago, y con el tiempo también le conté a mi madre lo que había sucedido. Estaba llorando y dije: “Fue un accidente, fue un accidente…mamá”. Y ella respondió: “Por supuesto que fue un accidente hijo”. Llamamos al día siguiente a la familia que había perdido a su hijo para darle las condolencias, lo que fue increíblemente doloroso. Me acerqué a la casa de la vecina para agradecerle por haber sido tan amable conmigo, encargándose de mi auto que tuvo que ser enviado al mecánico.

La primera noche dormí en la casa de un amigo contando de manera compulsiva lo que había pasado. Luego regresé a mi casa y básicamente me escondí allí durante la semana que me faltaba para cumplir con mis vacaciones.

Siempre había sido un buen hombre, en el sentido de no dañar a los demás y tratar de ir por la vida cuidando que los más desvalidos y necesitados tuviesen en mí un apoyo. Trabajaba duro para mantener a mis hijos que estaban en sus estudios superiores, cumpliendo con las expectativas de ellos y de mis jefes, pero creo que crecí sintiendo que nunca alcanzaba esas metas por completo.

Así que después del accidente, creo que inconscientemente estaba muy preocupado por si yo era una buena o una mala persona. Hay una creencia muy extendida de que nosotros somos capaces de crear las condiciones de nuestras vidas y por lo tanto, una persona enojada percibirá un ambiente hostil mientras alguien amoroso ve el mundo como un lugar cálido y generoso.

“¿Qué clase de persona vive una experiencia como esta? Debo de ser alguien muy peligroso y malo”, pensaba.

Tuve alucinaciones al manejar por largos meses, cuando tuve de vuelta mi carro, intenté manejarlo pero tenía esas imágenes, me parecía ver niños cruzando la calle así que frenaba repentinamente, provocando grandes conflictos en los conductores que venían atrás…en realidad no había nadie en la vía...y esto era algo muy peligroso, ya que estaba al volante tan atemorizado, que decidí no conducir los siguientes dos años.

Me venían a la cabeza de forma inesperada imágenes del accidente: en medio de una conversación, mientras almorzaba, en el supermercado…De repente veía al niño volando por los aires o un charco de sangre sobre el pavimento. Pasé varios años castigándome a mí mismo y alejando a la gente de mí, como forma de cumplir con una sentencia auto infringida. Salí con mujeres que no me trataban bien...la verdad es que no tenía amigos y solía estar muy irascible.

Tres años después del accidente, me cambié de casa y de trabajo. Eso fue realmente comenzar de cero, estaba comprometido intelectualmente y haciendo un trabajo que para mí era importante y útil, eso me hacía sentir bien nuevamente.

Prácticamente dejé de hablar del accidente, siguiendo el consejo de mis cercanos que dijeron que si la gente se enteraba de lo que había hecho, cambiarían su opinión sobre mí, a veces me refiero a este pequeño, Miguelito…así se llamaba el pequeño, como mi fantasma porque se volvió parte de mí. En mi cabeza, su voz se convirtió en esta voz enfadada y disciplinaria que decía: “No seas demasiado feliz, ¿recuerdas lo que pasó la última vez que te pusiste muy contento? Mataste a un niño, me mataste a mí”.

La oía varias veces al día así que pese a que me gustaba lo que hacía en el trabajo y que me agradaba vivir una nueva etapa de mi vida en esa casa y barrio, esa voz siempre estaba allí conteniéndome. Yo había matado a un niño y nunca lo podría olvidar, ni cuando mis hijos se titularon, ni cuando me ascendieron de cargo.

Antes del accidente, me era imposible imaginar una vida sin nuevos hijos pequeños, mis hijos habían crecido y tenía un niño hijo mío pequeño que vivía con su madre al que pronto volvería a ver…pero eso nunca pasó, pensé que tener a mi pequeño era un regalo para quien le había quitado su hijo a una madre, sentenciándome a seguir viviendo…no importa si mis hijos grandes se alejaban de mi cumpliendo sus propias vidas…yo estaría para siempre solo, y de esta forma no olvidaría esa tarde de verano.

Fue durante aquélla primera semana tras el accidente en la que estaba escondido en mi apartamento, escuché una voz. Yo lo llamo una alucinación auditiva. La voz dijo enfadada y de una manera muy bíblica, como del Antiguo Testamento: “Le quitaste un hijo a su madre y, como castigo, nunca podrás tener a tu propio hijo pequeño junto a ti nuevamente”. No hablé de eso durante al menos 5 años, me daba mucho miedo todo lo que podía afectar a mis hijos. Solo veía esquinas de calles donde aparecerían niños corriendo que me dejarían sin opción de frenar el carro, repitiéndose una y otra vez el mismo final. Fue duro, pero fue la decisión correcta para mí...creo que me hubiera sido muy difícil ser padre nuevamente de un pequeño, lo hubiese criado temeroso y aprensivo, con miedos y desconfianzas.

Quería alcanzar varios objetivos en la vida que son bastante típicos: terminar mi postgrado, conseguir un trabajo con mayores ingresos, viajar por lugares soñados, consolidarme como escritor…y encontrar una compañera de vida, pero hoy 6 años después nada de eso ha acontecido.

Hace algunos años se dio por televisión un accidente de carro, donde un anciano había atropellado una multitud, dejando varios muertos. La gente aparecía gritando en televisión que el hombre de 86 años era un asesino, pero solo la idea de que lo hubiera hecho de manera intencionada me horrorizaba.

El accidente me causó tanta angustia y pensé tanto en ello que me alejé de mi oficina y escribí unas palabras sobre la empatía que sentía por el conductor y las víctimas, sobre mi experiencia y la falta de apoyo a personas que accidentalmente habían muerto a otras personas. En aquel momento yo estaba en un taller de escritura y le compartí lo que escribí a una mujer que dirigía el grupo. Ella me llamó y me dijo: “Deberías enviar esto a la radio, algún diario o red social, es bueno”.

Si hubiera pensado que había alguna posibilidad de que realmente lo fueran a emitir, probablemente nunca lo habría mandado. Pero lo envié, y lo siguiente que supe fue que la radio me estaba llamando, pidiéndome que fuera y grabara la carta.

Estaba muy nervioso, pero creía que alguien debía mostrar compasión por este hombre y por otros que habían muerto a alguien de manera accidental. La carta fue emitida dos o tres días después del accidente de este señor. Me dijeron que debería estar preparado para recibir correos de odio, para leer comentarios negativos en internet, para llamadas de personas acosándome. Pero lo que sucedió fue totalmente distinto y recibí un gran apoyo…amigos cercanos a quienes nunca les había contado lo ocurrido me escucharon en la radio y me mostraron su compasión y solidaridad. Me dijeron que era fuerte por haber hablado y que lamentaban mucho todo mi sufrimiento.

Algo floreció en mi interior, sentí una gran sensación de alivio y me vi mucho más conectado con las personas que me rodeaban y con el mundo…fue como salir al exterior nuevamente…también escuché a otras personas que habían muerto a personas accidentalmente y que habían tenido experiencias similares a la mía, los síntomas postraumáticos, los flashbacks, la sensación de desconexión, la dificultad para concentrarse y, por supuesto, la culpa y la vergüenza. Fue algo muy fuerte e intenso porque ninguno de nosotros había hablado antes con alguien que pasara por la misma experiencia.

Pensé durante años en ponerme en contacto con la familia de Miguel, pero me contuve porque no estaba seguro de que quisieran saber de mí. No tenía mucho dinero, pero hice una donación anónima de varios cientos de pesos a la universidad de su hermano mayor para pagar parte de su matrícula…hace un año le escribí una carta a la madre de Miguelito. Le dije lo mucho que había sufrido la ausencia de su hijo y el dolor que ella debió sentir todos estos años, que Miguelito vivía en mi corazón como sabía que lo hacía en el suyo.

Envié la carta.

Resultó que ella había muerto, por lo que su correo le estaba siendo reenviado a su otro hijo, el hermano mayor del niño.

Un día estaba en mi oficina, levanté el teléfono y era él. Había leído la carta y me había encontrado a través de internet. Hablamos durante aproximadamente 45 minutos…fue una conversación repleta de emociones, estaba muy enfadado y me dijo cuánto había sufrido su familia…habían dejado de celebrar la Navidad porque estaba demasiado cerca del cumpleaños de Miguelito, y todas las celebraciones felices de la familia se silenciaron para siempre. Nunca cambiaron la habitación del niño, la mantuvieron igual, así que hubo un recuerdo constante. Ninguno de ellos dejó nunca de llorar su muerte.

A medida que hablábamos, él iba suavizando su tono. No sabía que yo llamé para dar el pésame y que tuve una breve conversación con su padre en los días siguientes al accidente. Su padre había sido muy amable conmigo y eso tuvo un gran impacto en él.

Al final de la conversación, le dije: “¿Qué quieres preguntarme? Me puedes preguntar cualquier cosa”.

Él dijo: “¿Estabas conduciendo demasiado rápido?”.

Y le respondí: “No, no estaba corriendo. Lo siendo, lo siento muchísimo, pero tu hermanito saltó corriendo a la vía”.

Y él contestó: “Lo sé. El momento equivocado, en el lugar equivocado”.

En ese momento me sentí perdonado y creo que él llegó a sentir tal vez una especie de pena verdadera, sin el aturdimiento de la ira que había marcado su duelo. Cuando colgamos el teléfono, desde luego, no pensé que fuéramos amigos, pero sentía que teníamos un vínculo increíble, porque todavía estábamos de luto por el niño y siempre tendríamos eso en común.

Me perdono a mí mismo, pero siento terror de que pueda herir a alguien más...vivo en Santiago y manejo de manera habitual, pero lo hago con muchísima precaución. Intenté honrar a Miguelito, a su familia y a mi propia experiencia contactándoles e intentando ser mejor persona, pero creo que nunca llegaré a estar en paz por el hecho de haber matado a un niño. Nunca dejaré de estar horrorizado por eso“.

Hoy no necesito más hijos, los grandes se fueron de casa, el pequeño vive y es feliz sin saber de mi existencia, junto a su madre y la única familia que conoce…y yo…bueno yo vivo solo con un perro, tres gatos y Miguel que siempre será niño y nunca crecerá, estará en cada rincón de mi casa, junto a mi…no sabrá de fiestas, no me dirá nunca que se va porque la vida así lo decide…Miguel estará conmigo hasta el último minuto de mi vida…mi niño amado.